Lic. Gerardo Espartaco Herrera Alba.
Corría el año de 2014 -es decir en este siglo-, cuando al iniciar un curso de bachillerato más menos como por estas fechas, luego de una junta de padres de familia, se aproximó hacia mí un señor que llevaba a su hijo, a quien había tratado un poco durante los primeros días y quien me parecía recatado, silencioso tirando a tímido. “Profesor, me presento, soy el papá de Alberto y vengo a decirle que si se porta mal tiene mi autorización para sonarle (pegarle)”. A lo que respondí enseguida –no sin sorpresa- que no, que no era necesario y que el mozalbete se comportaba muy bien, que era respetuoso y que no causaba problemas… “pues si llega a faltarle; ¡usted, dele, profe!”.
Así las cosas. Me quedé sorprendido ya que nunca pasó por mi educativa mente una situación parecida, “¡bueno!, tal vez hace veinte años, pero no ahora”, pensé. En el fondo sentí y tal vez reflexioné que lo que acabada de presenciar no era del todo malo y hasta consideré esas palabras como un depósito de confianza y apoyo, claro que nunca le tomaría la palabra pero eso daba una especie de orgullo-honor y parecía que me daban un lugar especial.
No han pasado diez años de lo que les comparto y luego de ver aquellas imágenes en algún noticiero nacional y en redes sociales -esas que seguramente habrán visto ya-, en las que una maestra es golpeada por la madre de un niño escolar, acompañada de su esposo y vitoreada por el mismo infante, según relatos, me puse a tratar de reflexionar el giro que han dado las cosas…
A saber si la maestra es una abusadora o no para eso hay medios y causes –que al parecer en este caso, no- pero ¿quién viene a decir hoy, “tiene mi autorización para ‘sonarle’ a la maestra”? Y dado que me pareció un extremo quise recordar momentos de la temática pero de mi época en los grados básicos.
Vivo mi década cuarenta, me acerco al medio siglo, se podrán ubicar. Me ha tocado ver como alumno de primaria, el cómo un director de escuela le tiraba del cabello de la patilla a un alumno mayor que yo. Claro que sufrí regaños fuertes y que hoy podrían considerarse “humillantes”, alguna nalgada correctiva de una maestra en tercer grado de elemental pero nada más, es decir que no me dolió pero sí me dio vergüenza y capté enseguida que me estaba comportando mal.
Tal vez tuve suerte o simplemente en mi caso no fue necesario algo más enérgico, según la pedagogía de la época y que no distaba mucho de la mentalidad de “la letra con sangre entra”. Nunca me sentí abusado físicamente aunque me tocó ver la corrección hacia otros de mi edad con algunas medidas ya en desuso, más bien me llegué a sentir retado.
Disculparán este intento de reflexión pero no he podido dejar de cavilar, sin llegar a una respuesta consistente y objetiva que vuelvo a poner a sus miramientos, poniendo sobre la mesa el que no estoy a favor de la agresión de ninguna de las partes y mucho menos de la violencia, tal vez sí de la intención correctiva y bien entendida.
No hay respuesta simple, de eso no hay duda, pero… ¿En qué momento pasamos al “pues si llega a faltarle; ¡usted, dele, mami!”?
Dejar una contestacion
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.